PRANA
Iliana Muñoz
Blanco, todo blanco. Hacia donde mires no hay final. Su inmensidad hace imposible que la imagen sea atrapada en algo, no una foto, no video, no pintura, no palabras, por supuesto no teatro. Sólo presencia y en ella incredulidad para el foráneo, costumbre para el local. ¿Por qué intentamos hacer arte como contenedor de la naturaleza? Cuando intentamos atrapar "esto", fracasamos.
Llevo kilómetros en la camioneta, con la cabeza ladeada hacia la ventana, sorprendida de estar aquí, de que esto sea real. Sólo hay dos colores, blanco y azul, el azul alcanza diferentes tonos pero siempre hacia la luminosidad, hacia lo cristalino. El blanco es impecable porque no tiene contacto con el humano, de no ser por sus ojos, que no alcanzan a ensuciar toda esta nieve. Se supone llegaremos a algún lugar, esto es únicamente el trayecto, pero el recorrido en sí mismo ya es una experiencia. Experiencia, la nueva palabra que el capitalismo derrocha para vender momentos y no cosas.
Desde que me planté en la puerta del avión para empezar a bajar las escaleras que daban a la pista de aterrizaje supe que había llegado a un sitio distinto. El aire es de otro material, nace de un sitio diferente. Tu nariz te hace cuestionar si estás en otro planeta. Tomé aire profundo, para calibrar su calidad en los pulmones, para almacenar un poco en el recuerdo, aunque sea literalmente imposible guardar reservas de algo así. No es como el chorro de mar que se guarda en una botella PET de 600ml.
El aire puede enfermarte o aliviarte. De niña tuve asma; para el asmático el aire siempre es una ausencia, pero a veces la crisis venía a partir del exceso, las cosquillas, la risa intensa; estaba prohibido divertirse de más. Una vez fuimos cerca del Popo, a las faldas, en una de las camionetas que tuvo mi papá, con caseta cerrada para carga. Era la primera vez que oía eso de las faldas de un volcán, me daba risa. Yo iba atrás con mi hermano, jugando seguramente. No sé en qué momento se subieron, sólo recuerdo tenerlos ya de acompañantes, una pareja de campesinos a los que mi papá les dio aventón. Llevaban trozos de leña, tenían un olor intenso, nuevo para mí, tanto ellos como la madera. El olor de la madera, de árbol, de aire atrapado, me enfermó. Falta de aire, silbido en el pecho, sin inhalador de Salbutamol en mi mochilita. Nieve a lo lejos, blanco, frío, mi mamá preocupada de nuevo por mí, sobreprotectora, culpando internamente al viento, a mi papá, a los polizones, a cualquier cosa, de mi enfermedad.
Islandia: Tierra de Fuego y Hielo. Se dice que cuando dos conceptos opuestos se superponen en la mente, el cuerpo reacciona con risa. Fuego-Hielo, Falda-Volcán. Los inmensos cuerpos de agua termal de esta isla, como abrazos naturales en medio de la gelidez, no me causan risa, sino encanto y desconcierto, me pregunto ¿por qué existen?, ¿quién lo diseñó así? Me lo pregunto tanto como un familiar pregunta con dolor durante el duelo: “¿Por qué murió, por qué ahora?” Con las mismas ganas de saber, con la misma respuesta ausente a menos que uno acumule argumentos místicos.
Llegamos a donde había que llegar, la Laguna Glaciar, ¿viajamos cuánto? Cuatro horas, cinco, no sé. Lo que es lo extraordinario para nosotros los turistas, es lo cotidiano para nuestro chofer-guía. Todo el camino ha intentado hacernos la plática sin que ninguno lo haya secundado. Me dejó ir adelante por viajar sola. Me eligió por encima del otro viajero solitario, un ruso guapo. Una ventaja para mí, vista privilegiada y mayor comodidad. Pero no fui buena copiloto. Ni yo ni nadie de los de ocho de atrás.
El guía-chofer trató de sacarnos palabras a tira buzón. Todos nos mantuvimos demasiado abstraídos en nuestros pensamientos, en dormir, en usar al chofer como chofer y no como compañía. También intentó otra estrategia, un monólogo en lugar de preguntas. Nos dijo que él había estudiado ocho meses intensivos para ser guía, que sabía todo lo que había que saber, había pasado los exámenes con altas calificaciones. Nadie lo alabó, nadie fue condescendiente, nadie retó sus conocimientos, nadie le siguió el juego de tratar de pronunciar los difíciles nombres islandeses: “Eyjafjallajökull, Jökulsárlón, a ver, intente usted… Jö-kul” nadie nada. Sólo esperamos entre la blancura hasta llegar a los glaciares.
Por un momento pensé en si teníamos derecho a estar ahí, nosotros, los humanos. Los humanos podemos ser tercos, perseverantes. La leyenda dice que un vikingo noruego llegó a asentarse a Islandia para huir de su crimen, un asesinato. Los inicios de la vida sedentaria en esa tierra son confusos, contradictorios, vagos, llenos de historias de crimen-huída-persecución-eventos sobrenaturales. El vikingo noruego que huyó a Islandia envió en un acto casi mágico dos palos de madera para que estos le mostraran dónde establecerse. La madera determinó Reikiavik. Ahí se quedó con su familia... y vivieron felices para siempre, y tuvieron descendencia que hoy provee servicios turísticos a otros humanos menos necios pero más curiosos.
Un turista británico en la camioneta anuncia que tiene una pregunta. La emoción del guía-chofer al saber que alguien por fin se interesa en sus conocimientos se esfuma en un bufido al escuchar el cuestionamiento: “¿Por qué en todo este terreno, tan grande, no hay más asentamientos humanos, más casas?” La respuesta a eso es fácil, por eso la frustración del guía que esperaba un desafío y no algo tan obvio: “Todo esto es zona volcánica. En cualquier momento la erupción de un volcán acabaría con cualquier intento de civilización”.
A pesar de las advertencias de la naturaleza ahí estamos los humanos, coexistiendo, tomándonos fotos frente a los geiseres, bañándonos en las aguas termales, cazando auroras boreales. La noche anterior fui con un grupo más pequeño a intentar ver maravillas verdeazulinas en el cielo, fracasamos, pero el viaje fue más corto, más íntimo, con más sonidos de decepción pronunciados de manera colectiva: “Mmmm, buuu, ajjjjjj”.
Los seres humanos nos perseguimos unos a otros, perseguimos ballenas, perseguimos tortugas, perseguimos mariposas, perseguimos auroras boreales, perseguimos tiburones, perseguimos orcas, perseguimos delfines, perseguimos hongos, perseguimos tigres, perseguimos elefantes, perseguimos patos, perseguimos volcanes, perseguimos agua, perseguimos lluvias de estrella, perseguimos ruinas, perseguimos sellos de pasaporte, perseguimos restos de radiación, perseguimos fósiles, perseguimos pinturas rupestres, perseguimos amaneceres, perseguimos atardeceres, perseguimos constelaciones, perseguimos vacunas, perseguimos lunas blancas, perseguimos lunas llenas, perseguimos lunas rojas, perseguimos eclipses, perseguimos cimas de montañas, perseguimos ríos sagrados, perseguimos libertad, perseguimos shamanes, perseguimos creencias, perseguimos fármacos prohibidos, perseguimos ofertas, perseguimos rituales ajenos, perseguimos experiencias, perseguimos rutas de peregrinación, perseguimos santos, perseguimos adrenalina, perseguimos serotonina, perseguimos los fines del mundo, perseguimos planetas, perseguimos tachar las listas por hacer mientras la muerte nos persigue a nosotros, perseguimos aplazamientos del cese de la respiración…
Mientras mis ojos se pierden en lo blanquizco de los glaciares, mientras veo pedazos de hielo flotando, mientras registro un tono de azul claro que no conocía, mientras escucho que un turista se queja con su esposa y le dice: “esto no es lo mío, esto es contemplativo, yo soy de aventuras”, mi mente me traiciona y me saca del momento, para hacerme recordar cuando fui a ver ballenas azules a Mirisa, en Sri Lanka. Darya no quiso ir conmigo, dijo que era porque le parecía horrible. Yo pienso que, una vez más, fue porque no quería pagar, si hubiera sido gratis hubiera ido. Yo me desperté muy temprano e hice lo que aconsejaban algunos foros más recónditos de internet, que no compraras el alto precio del boleto en línea y te fueras en la mañana al muelle a negociar con los de los barcos. Lo hice, y claro, funcionó. Mujer sola joven extranjera. A los pocos minutos tenía un boleto a mitad del precio en internet, un lugar exclusivo en la proa y un miembro masculino del staff "pendiente" de mí.
Después de que el barco en el que yo iba y otros más, todos competidores entre sí, pasáramos mucho tiempo de estar persiguiendo ballenas, caí en la cuenta de lo patético que era todo eso, ni gratis valía la pena. Las embarcaciones se ladeaban mucho, se veían frágiles y desesperadas, todos los pasajeros vistiendo chalecos naranjas, todos una serie de idiotas irrumpiendo el hábitat de las ballenas. Los conductores de los barcos recibían constantes notificaciones de otros que, en lanchas más pequeñas, vigilaban el recorrido de las ballenas e indicaban hacia dónde dirigirse. Y nosotros arrastrados por la ambición, por la búsqueda de la foto, íbamos allá, acelerando, perdiendo el control de los vehículos acuáticos.
Algunas personas comenzaban a desesperarse, otras se mareaban, vómito, emoción súbita por ver apenas la aleta de alguna ballena. Conseguimos ver una familia de ballenas nadar al lado nuestro, rodeadas por unos quince barcos endebles, cada uno con decenas de personas, repulsivo, triste. Me hubiera gustado vomitar junto con la asiática que iba a mi lado, pálida, viviendo una pesadilla, pero mis respiraciones y el inhalador ayurvédico de eucalipto que llevaba habían estabilizado mi estómago. No podía expulsar por medio de la boca el asco que me entraba por los ojos.
Ya de regreso en la camioneta, después de haber tomado fotos de los glaciares y tener momentos contemplativos, recuerdos del pasado, preguntas existenciales, fue cuando tuve la noción clara de que el guía de turistas islandés, en su frustración, quería matarnos. Ya no se esforzaba por hablar, se había rendido, sus manos sujetaban con furia el volante, iba muy rápido, respiraba de manera agitada, la mirada fija hacia la blancura aterradora del frente. Nos habíamos convertido en su presa.
Ya no pude dormir, pendiente del momento en que el hombre virara un poco y nos estrellara contra algo o volcara la camioneta. Sentí compasión, una compasión forzada, una compasión tardía por arrepentimiento. Si no me hubiera puesto los audífonos para crearme mi egoísta atmósfera sonora, si le hubiéramos hecho caso, si hubiéramos disfrutado de la compañía mutua, si hubiéramos hecho uno de esos cantos grupales repetitivos de carretera, este hombre no estaría a punto de cometer un suicidio y un homicidio múltiple.
Nos va a matar, se va a matar porque no es verdad que él ame su trabajo, él ha visto las mismas maravillas naturales miles de veces, tres de cada siete días a la semana. Los glaciares le han congelado las expectativas, a él los atractivos de su país ya no le roban el aliento, está harto, está cansado de chicas que viajan mientras estudian su maestría, del “lovely” de los británicos, de gringas jugando a ser Barbie recién casadas, cansado de no entender la dicción de los chinos, harto de los finlandeses ausentes y de los rusos con ojos color glaciar. Él trató y trató y a nosotros no nos importó.
Islandia tiene de cero a un asesinato por año, este contraste sí que me daba risa, estábamos a punto de convertirnos en historia, de modificar las estadísticas, pero yo prefería ser una viva ignorada que una muerta en primera página. ¿Serviría un rezo conjunto bien intencionado, muy enfocado? No lo sé, en esta camioneta debemos haber católicos, agnósticos, budistas, ortodoxos, protestantes… Moriremos por falta de entonación conjunta, por falta de empatía, por exceso de hibris. Estaba por anochecer, el invierno en Islandia cae muy temprano, la luz de día se apagaría, el blanco adquiriría otro color y quizá los pensamientos de este hombre se enturbiarían más, o quizá se calmaría pensando que quedaba menos tiempo para llegar a casa y disfrutar de la cena caliente preparada por su esposa. ¿Tenía esposa? No le pusimos atención cuando intentó decirnos…
*Texto publicado en revista “Punto Crítico”, No. 6, Jul-Ago 2023, https://zenodo.org/records/8110831