Palabras pronunciadas por una pareja en su aniversario diecinueve
Iliana Muñoz
A Esteban le faltaba energía. Parecía que los huesos le pesaban al caminar. Hasta respirar le costaba trabajo. La exhalación le salía como suspiro, desconozco si eso le proporcionaba alivio o pena. A pesar de eso, o quizá por ello, Esteban consiguió muy buenos lugares en el ferry. “¡Qué suerte!” le dije, cuando logré llegar a su lado, entre empujones. Él quitó el sombrero con el que apartaba mi lugar y me respondió con una sonrisa a medias. Me sentí cruel por un momento. Volteé hacia el muelle, la gente seguía entrando en manada, y pensé que quizá lo habían dejado pasar porque creyeron que hacía este viaje como un deseo de enfermo terminal. Me reí, me sentí más cruel.
Traté de adivinar quiénes eran extranjeros y quiénes turcos, era muy fácil. Traté entonces de pronosticar quiénes serían de Estambul y quiénes de otras ciudades. Ese acertijo duró un poco más. Esteban tenía la mirada hacia abajo. Ya no se refugiaba en su teléfono como antes. Suspiré. Me pregunté si los suspiros, como los bostezos, serían contagiosos.
¡Cuánta gente cabe en esos ferris! Siempre me sorprende y siempre que estoy en uno me siento afortunada. Cada que Esteban y yo veníamos a Estambul tomábamos el tour nostálgico de luz de luna por el Bósforo. Nostalgia era un título adecuado para nosotros. La primera vez que hicimos el tour fue especial, después sólo fueron intentos fallidos por replicar ese anochecer.
Ahora yo me sentía una experta, pensé que con más energía podría pararme y fungir de guía. Les diría cuáles eran las paradas que hacía, un poco de cada barrio, les señalaría como niña que pide un helado con el dedo, cuáles eran mis casas favoritas a la orilla del Bósforo, o les diría que antes no había ciclovías ni monopatines; pero nada de eso sucedería. Sólo recorrería esos lugares con mis ojos, anticipando las paradas con la mente y dejando que entraran pensamientos parásitos y se fueran aburridos de habitarme.
Esteban me desesperaba. En ese instante me desesperaba, con las manos entrelazadas en medio de sus piernas y la mirada hacia abajo. Al subirnos al ferry me había provocado compasión, asustado por enfrentarse a la pelea de los asientos. Antes de llegar al puerto sentí coraje, porque pensé que él arruinaba mi felicidad potencial. Yo sabía que la culpa era compartida, pero eso no evitaba que por momentos me enfureciera contra él. Yo fui la que le sugirió que en lugar de pagar el tour privado, hiciéramos el de los ferris públicos, “el de la primera vez” le dije, con una voz seudoromántica. Sabía que él estaba quebrado, emocional y económicamente, y el ferry público era ridículamente barato, así que pensé que así lo ayudaba un poco, aunque él no me dijera nada de su crisis monetaria, por orgullo, por culpa.
Ya zarpábamos, el ferry iba lleno, todos sacando fotos como si el viaje durara sólo cinco minutos y no tres horas. Levanté mi mano para taparme la cara y evitar ser atrapada en una de esas fotos ajenas. Creo que no quería proteger mi cara sino mi gesto miserable, aburrido y viejo. Al cubrirme desconocí el anillo de bodas frente a mis ojos, brillaba como si fuera nuevo. Lo único que se conservaba de ese entonces. ¿Será por eso que elegimos diamantes para casarnos? No porque duren para siempre sino porque compensan la decadencia de las relaciones. Volteé a ver el dedo de Esteban, su anillo, ¿se lo quitaba o se lo dejaba? Parece que adivinó mi pensamiento, me tomó de la mano, me miró a los ojos y dijo: “Feliz aniversario”. Me tomó por sorpresa, reaccioné rápido: “Es hasta mañana”.
Empecé a llenarme de envidia, de todos los pasajeros que desbordaban felicidad frente a mí, sabía que muchas de esas muecas eran falsas, poses para una foto, pero no lo soportaba. Veía a los que platicaban, y aunque no podía entender, pues lo único que sabía decir en turco era teşekkürler, sabía que en esa dinámica había un intercambio. Traté de calcular, como ejercicio, las palabras que nos habíamos dicho Esteban y yo desde la mañana hasta ese momento. No pude. Al principio pensé “cien”, sólo para probar lo poco que hablamos, pero después me di cuenta que gastamos mucha saliva tratando de ser amables con el otro, tratando de sobrevivir. “¿Qué vas a pedir?” En los restaurantes, era una pregunta que comenzó siendo sincera, pero se convirtió en costumbre. O “tú primero” cuando Esteban me daba el paso. Si sumaba todo eso serían muchas palabras, pero nada crucial. No había un “Platícame qué soñaste” ni un “¿A qué le temías en la infancia?” o “¿cómo te gustaría que fuera tu funeral?”
“¿Quieres un chai?”, le pregunté. Una vez más, comunicación esencial. “Claro, es una gran idea”, contestó quitándose el sombrero lentamente para apartar de nuevo mi lugar. “Ahora vuelvo”. Ahí ya iban diez palabras. Quizá eso debía hacer al día siguiente, contar con rigor las palabras que intercambiamos. “Número de palabras pronunciadas por una pareja en su aniversario diecinueve”. Tomé aire, estiré los brazos hacia arriba, volteé a ver la bandera turca como pidiéndole autorización para dejar la cubierta y bajé a la cafetería. Disfruté mucho el trayecto, el pedir permiso para pasar, toparme con algunos ojos, levantar las piernas para sortear a algún niño sentado en el piso. Esta comunicación verbal y no verbal con extraños me parecía legítima y cálida, contraria a la que tenía con mi esposo. Llegué a la cafetería, había mucha gente esperando. Analicé si comprarme también un helado. Como tantas otras veces lamenté que no vendieran vino, şarap (¡otra palabra turca que sé!). Muchos antes de mí pidieron iki chai, dos tés, así que me animé y lo pedí igual. Ya sabía cuánto tenía que pagar, puse las seis liras sobre el mostrador, “teşekkürler”, y me fui contenta con mis bebidas.
Ese tipo de detalles pequeños me podían hacer sentir muy bien. Estambul estaba llena de ellos, miles de momentos secuenciados que proporcionaban una sensación de felicidad. Esteban y yo disfrutábamos por igual de esas cosas. Él y yo habíamos sabido ser muy felices en Estambul. Pero ahora él no sabía que yo sabía que su amante lo había dejado. A veces quería preguntarle ¿Cómo estás?, ¿La extrañas?, ¿Crees que es definitivo? Pero eso hubiera roto un sistema, y ya veía a Esteban lo suficientemente débil como para quebrarlo más. Regresé después de repartir sonrisas mientras cargaba mi bandejita con té y cubos de azúcar. Esteban parecía uno de esos muñecos que ponen afuera de los negocios para hacer publicidad, los que se inflan y se desinflan extendiendo los brazos, sólo que a él le faltaba más aire para poderse inflar por completo. Le dio gusto verme regresar, ¿habrá pensado que lo iba a abandonar? Ganas no me faltaban, pero yo, como él, no tenía el aire suficiente para eso.
El té turco no falla, siempre sabe igual, un sabor ni rico ni feo, lo que más me gusta es el acto de beberlo, ser cuidadosa de no quemarme, tomarlo por el filo, me gustan sus vasitos y sus platitos, ver a mi lado un set de té me levanta el ánimo. En otro momento hubiera hecho planes de abandonar a Esteban, de empezar una nueva vida, de hacerme de una profesión que me gustara, de mudarme, quizá a Estambul, de aprender turco, de enamorarme de un musulmán; quizá no hubiera hecho nada de eso, pero sí me hubiera ido a cortar el cabello, quizá lo hubiera teñido. Esos tiempos de renovación ya habían pasado, esta vez no había hecho nada, ni siquiera planes, mis pensamientos eran más de resignación que de cambio. Sabía que el tiempo lo curaría todo, curaría la decepción amorosa de Esteban, repondría nuestras finanzas como tantas veces lo había hecho en el pasado.
Esteban y yo habíamos tenido amantes, pero nunca lo había visto como ahora, realmente enamorado. Fue lindo sentirlo así, con otra energía, con otro olor. Pero la culpa lo mataba, si hubiéramos podido hablar con honestidad… Los últimos años me volvía loca que Esteban se la viviera en su celular, siempre se justificaba, “es trabajo”, me decía. Yo le llamaba a su postura 45º, siempre con los ojos hacia abajo, la nuca doblada y las manos sobre la pantalla. Al llegar al aeropuerto de otro país lo primero que hacía era comprar un chip local. Él no era el único, ahora esa es una forma de vida habitual, ese era el otro argumento con el que se justificaba. Yo no era afecta al celular, ni siquiera había dejado que me lo renovara en mucho tiempo, no me había interesado tener Facebook, siempre olvidaba la contraseña de mi email y la tenía que consultar en alguna de mis libretas. A veces, cuando quería provocar conversación, le preguntaba algo para que Esteban lo buscara en su aparatito y me iluminara con su conocimiento instantáneo. Pero esta vez él ni siquiera había sacado el celular en varias horas. Ella había sido definitiva en su decisión. No lo iba a buscar. Aun así me sorprendía que él hubiera roto un hábito tan arraigado. Tan mal estaba…
“El año siguiente deberíamos ir a Grecia”, dijo Esteban entre dientes. Yo no podía imaginar cómo acabar esa noche y él ya pensaba en trescientos sesenta y cinco días después. Siempre era así, en parte por eso estábamos aquí, porque desde hace mucho ya había comprado los boletos de avión y reservado el hotel, antes de su declive económico. Aun nos faltaba llegar a Anadolu Kavaği, cenar en semi silencio, y aguantar las tres horas de regreso y él ya proyectaba el siguiente año. Sólo trataba de usar a Grecia como un espantapájaros de los pensamientos que lo torturaban. No sé los detalles de su relación con Blanca, pero sé que él se negó a dejarme y que ella se hartó. Eso, que debería sentirse como un triunfo, no lo era. No había nada que celebrar, sólo un pacto caduco sellado con un anillo que parecía no envejecer.
Mis suegros estuvieron juntos toda la vida, infelizmente juntos, y eso es lo que Esteban conocía. Llevábamos tres años de casados cuando una noche, en una cena con amigos, él empezó a renegar sobre cómo la gente se divorciaba de buenas a primeras, sobre cómo los valores ya no eran tomados en serio y los “jóvenes”, así dijo, cuando teníamos treinta años, “los jóvenes no respetan el matrimonio”. Sus amigos y yo estallamos en carcajadas, pensamos que bromeaba, pero él hablaba en serio. De regreso a casa sentí algo parecido al miedo por cómo se expresaba del divorcio. La pareja con la que cenamos esa vez se separó a los cuatro años, dejamos de frecuentarlos.
No creo que la razón real de Esteban sea que sus padres no se divorciaron nunca, hay algo más interno, más molecular, algo que le impide disfrutar del placer plenamente, como si la felicidad debiera tener un límite. Quizá él consideraba a Blanca una especie de ser maligno, por provocarle una pasión que a él le hacía sentir culpa. A veces, cuando regresaba de verla, me observaba fijamente y me decía “Gracias”. Al principio yo no entendía nada, aún no lo entiendo, pero en ese entonces no sabía nada de su aventura. Él se sentía en riesgo. Quizá se considera internamente indigno de esa clase de amor. Pero lejos de analizar qué hay detrás de él para que tenga esa estructura, debería analizar qué hay detrás de mí para que me haya casado con alguien así.
Mis padres se separaron, yo sí creía en el amor pasional, por eso me casé con Esteban cuando llevábamos menos de un año de novios. Yo sí le apostaría al amor, si él me hubiera preguntado, le habría dicho: “Arriésgate. Ve por ella”. Hubiera llorado mucho, me hubiera sentido víctima, pero sí hubiera pensado en que debía ir tras ella, ¿por qué no? Su abandono quizá me hubiera dado esperanzas a largo plazo.
Mi té se había acabado, tenía una uña entre mis dientes, mientras rumiaba todo esto. No me habría dado cuenta si no hubiera sido porque Esteban tomó mi brazo y lo bajó hacia mis piernas diciendo “No”. Sólo “no” como se le habla a un niño pequeño o a una mascota. Quizá al no tener hijos, nos convertimos un poco en el hijo del otro. Por eso el amor se transformó de pasional a incondicional; por eso los secretos, las sugerencias, y las órdenes, los “no”. Quizá debería decirle: “Esteban, hijo, lucha por Blanca, es buena muchacha, se ve que te adora”.
El diálogo imaginario con mi hijo-esposo se vio interrumpido por una banda que empezó a tocar música turca tradicional. Por supuesto, Nostaljik tur. Esteban y yo nos volteamos a ver con la misma incomodidad en los ojos, al fin un punto de encuentro. Lo tomé de la mano, calmándolo. La gente se puso contenta, un bono más en este crucero, era una ganga. Viaje y música en vivo por sólo veinticinco liras. Vi que Esteban estaba a punto de llorar. En todos estos años lo había visto derramar lágrimas contadas veces. Sabía que se sentiría más incómodo si yo lo notaba, así que me volteé, dándole la espalda, como queriendo ver a los músicos.
Una mujer llegó corriendo de las escaleras, traía un micrófono en las manos y a dos hombres detrás de ella. Su movimiento interno era más rápido que el de cualquiera de los que estábamos ahí, como si hubiera llegado nadando, estaba eufórica. Se acercó a mí, puso algo en mi regazo, me miró a los ojos y me dijo algo en turco. Los hombres que la seguían colocaron un par de cámaras en tripies y comenzaron a grabar. Yo volteé a ver qué había dejado la mujer en mis piernas, era su celular, con la cámara abierta. Olía a ella, un perfume estorboso, frutal. El celular traía una funda de silicón con brillitos y orejas de peluche. Yo me quedé pensando qué me pudo haber dicho, no reconocí ninguna de las palabras, pensé en preguntarle a alguien más pero me dio pena, todo mundo se veía entretenido.
La volteé a ver, ella entrevistaba a alguien, sus manos señalaban el Bósforo, a la duela del ferry. Me miró y dibujó una sonrisa enorme, moviendo su cabeza hacia arriba y hacia abajo. Sentí que me impregnaba de su energía y que había algo muy importante que hacer. Entre mis manos estaba el celular, así que empecé a tomar fotos, me olvidé de Esteban, de su amante, de nuestro aniversario, comencé a moverme, como si el equilibrio del mundo dependiera de mis fotos. Tomé fotos de cerca y de lejos, me puse detrás de la banda, tomé fotos del público aplaudiendo, fotos enmarcando a la reportera, su micrófono y la cara de los entrevistados, y por último, una foto de Esteban, ausente, tocando la boca del vaso de té con su dedo índice. Capturé la hermosura de su ruina. Me llené de propósito. La reportera se acercó a mí. Extendió su mano para pedir su celular. Se lo devolví confundida. Ella vio mi gesto de pregunta y me acarició la cabeza como si fuera un perro. “Do you speak English?”, le pregunté. “Of course”, me dijo ampliando más su ya grande sonrisa. Of course, me sentí tonta, muchos turcos hablan inglés, por supuesto ella lo hablaba, “What’s your phone model?”, le pregunté mientras acariciaba las orejitas de la funda, “Oh, it’s a Huawei P30 pro, with a Leica, nice, isn’t. Güle, güle”. Y se fue, tan rápido como llegó.
Yo regresé al lado de Esteban y me acurruqué en su hombro. No sé si él notó mi ausencia. No hubo ningún comentario. Hasta ese momento me cuestioné si la reportera había querido que yo tomara fotos o sólo la había malinterpretado. Me dio risa pensar que iba a encontrar una serie de fotos ajenas en su galería. Ojalá le gustaran. Abrí mi bolsa para sacar la libretita de viajes y anoté antes de olvidar.
Me desperté temprano. Estuve en el balcón viendo los barcos del Bósforo desplazarse como juguetitos, dejando que el caos de Estambul jugara con mi sistema nervioso. Esteban se levantó. Nos dijimos “feliz aniversario” con ternura y simpleza, sin peso, como si tuviéramos veinte años más, como si ya estuviéramos yendo a las bodas de los nietos que nunca habrá.
“Hoy no vayamos al Süleymaniye, mejor vayamos al Gedikpasa”. Esteban me observó desconcertado, sabía cuánto amaba yo el hammam que nos hacía sentir como reyes, y uno de los pocos donde podíamos entrar juntos. En el avión me había enseñado los euros que traía para pagarlo. “¡Esto es para tu regalo!”, me había dicho. “Nuestro -le contesté-. Tú disfrutas tanto como yo”. Aunque ambos sabíamos que era difícil que alguien gozara ese lugar como yo. “Vayamos al Gedikpasa, como en nuestro primer viaje a Estambul, como una pareja de recién casados que aún no trae euros de sobra en su cartera”. “Gracias”, me dijo. Nuevamente ese gracias.
Llegamos al hammam, me acerqué a su mejilla y le dije, “Sé que me extrañarás, pero pronto nos encontramos. El que salga antes espera al otro en el café de la esquina”. Y lo empujé un poco a que entrara, como si fuera una mamá que manda a su hijo por vez primera al kínder. En cuanto vi que pagó y le dieron la llave de su cabina, me fui.
Comencé a caminar primero por la avenida y después me metí por callecitas, hasta que llegué a la zona de las joyerías. En las primeras dudé, recordaba una donde hace tres años me había comprado un anillo del ojo turco que me gustaba mucho y perdí en una alberca. Sentí un poco de nostalgia, no supe si por el anillo o por la que era yo hace tres años. Seguí caminando, no tenía mucho tiempo. Me detuve en una de las joyerías donde había mucha gente local. Como siempre vino el acoso por ser compradora, mujer y extranjera, no sabría decir en qué orden. “Do you have something like this?” Le pregunté al encargado, mientras le enseñaba mi anillo. “No, no, I don’t sell diamonds”, me contestó enojado. “No, just something that LOOKS like this”. El chico no entendió lo que dije, vino su jefe, interesado y me preguntó: “Do you want a fake ring?” “Yes, yes”, le dije. “Why?”, “Why not?” Se rio con una carcajada amplia, corta y contundente. Me enseñó varios anillos con circonias, funcionaban, pero no del todo. “I need something exactly like this”, le dije con pena. “Come with me”, me dijo y salió de la tienda, tan decidido como si sus pasos fueran producto de su risa.
Lo seguía mientras me preguntaba si no me estaba metiendo en algo peligroso, me llevaba por los callejones de la zona, rápido, murmurando, no hablaba conmigo. Podría asaltarme, podría violarme, podría matarme, pensaba, pero no me detenía. De repente se paró en seco, casi nos golpeamos, y me preguntó: “Is that ring yours?”, “Yes, is my wedding ring….”, “Why do you want another?”, “Because… because… I need to sell mine”. “Mmmm”, me dijo, mientras se quitaba los lentes. “How much do you want?” En ese momento me paralicé. Me di cuenta que estaba haciendo las cosas al revés, primero tenía que saber cuánto necesitaba. “Forget it, I’m so sorry”, le dije, y me di la vuelta para irme. “Wait!” Me detuvo con su voz controladora. “Let me help you”, tomó mi mano para ver el anillo, su gesto me impregnó valor, me regresó al estado que tenía en el balcón esa mañana. “Ok, I need to sell my ring to buy a Huawei P30 pro”. “What?” Y volvió a reír, exactamente como rio en la tienda, como si fuera un sonido grabado al que le ponen play. “Yeah, it’s hard to explain but I need that, and I need it soon, can you help me?”
No sé por qué puse todo mi ser en ese hombre, en medio del Gran Bazar, cuando lo primero que te dicen las guías de viaje es que no te fíes de la gente en esa área. Me miró, me hizo una caricia en la cabeza, sentí que era la misma que había hecho la reportera del ferry, quizá era una cosa turca. “Tamam!” dijo, y siguió caminando, pero esta vez procuró ir a mi lado, me condujo con su codo asertivo. Pasamos al lado de un chico que llevaba muchos tés en una charola colgante, mi guía tomó dos y le gritó al chico algo que no entendí pero traduje como: “ponlo en mi cuenta”. Me dio el té y preguntó: “Exactly Huawei p30 pro, can’t be other?” Y sacó de su bolsillo un celular aún más viejo que el mío. “It must be that one”, le respondí. “So, you don’t have a phone or what?” Le pedí que detuviera mi té y saqué mi celular de la bolsa. “Oh, I see”, me dijo. Después de unos metros llegamos a una tienda con fachada muy pequeña, yo me tuve que agachar para entrar porque había varios objetos colgando en la entrada. El dueño del lugar comenzó a ofrecerme agua de rosas, aceite de comino negro, pero mi acompañante le dijo, “listen” y después comenzó a hablar en turco.
Salí de la tienda hipnotizada, con té en mi vejiga, con una réplica de mi anillo en el dedo, con mucha información sobre las maravillosas cámaras Leica, y con dos celulares en mi bolsa, uno viejo y uno nuevo. Objetos perfectos para un aniversario de bodas. No me quedaba mucho tiempo. Corrí o intenté correr entre los puestos, la gente y los vendedores ambulantes. Llegué a la sección de mujeres del Gedikpasa, les pregunté si podían dejarme meter a la alberca, sin exfoliación ni masaje, señalaron el letrero del precio, e intercambié un poco de dinero turco por una toalla. Primero corrí al baño, me urgía desalojar el té de mi sistema. Después fui a mi cabina. Me cambié rápido, me vi en el espejo y noté que estaba roja y radiante por la caminata, quizá no hubiera sido necesario entrar al hammam, pero tenía que mojarme el cabello. Llegué a la alberca, floté de espaldas, me quedé mirando la cúpula, con sus entradas de luz y los reflejos de color, me imaginé las fotos que podría tomar ahí. Ahora tenía con qué hacerlo, pero no se permitía meter un celular a esa zona, así que me relajé. Renunciar al Süleymaniye parecía un gran sacrificio en la mañana, ahora no hubiera cambiado ese lujo por la adrenalina que me recorría. Regresé a la cabina y saqué el Huawei, tomé unas fotos a la madera, a mis pies, limpié el vapor que cubría el espejo y me desconocí. Parecía la misma de la primera vez que fui a ese lugar. Por un momento no vi mis arrugas, mi ceño de frustración, mis bolsas bajo los ojos, hasta vislumbré un poco del enamoramiento que tenía en ese entonces. Dirigí el celular hacia el espejo y me tomé, torpemente, la primera selfie de mi vida. Ojalá hubiera sido capaz de capturar la sonrisa de orgullo y plenitud que saltó de mi cara un segundo después.
Me vestí, lento. Mi sangre y mi respiración se habían adaptado al adormecimiento del hammam. Salí entre el barullo de las mujeres gordas, semidesnudas y felices que siempre acompañan esos baños. Me dirigí al café. Esteban se acababa de sentar, pude cachar el último movimiento acomodándose con la silla. “¿Qué tal? Te ves… feliz”, me dijo, sorprendido. “Lo estoy, mi amor, lo estoy”. Le dije mientras me sentaba y pensaba que aún no resolvía cómo explicaría eventualmente mi nuevo aparato. “¿A dónde quieres ir a comer después? Yo invito”, le dije de forma un tanto varonil, pensando en que lo que me sobraba del dinero del anillo alcanzaría para algunos almuerzos que celebraran los secretos necesarios entre una pareja de casados.
*Cuento publicado en "Tiempo extra", Ed. Tamburini, 2023