GREEN PLACENTA
Iliana Muñoz
Yo estaba en casa. Yo había estado en casa ciento sesenta y dos días sin salir ni a la esquina. Y lo digo en serio, no como los que dijeron que estaban en casa cuando estaban en otro lado. Pero quién soy yo para juzgar. Yo no salí ni tantito, no sé si eso tenga que ver o no, pero lo digo porque fueron mis circunstancias y me dijeron que explicara todo. Yo estaba en casa cuando recibí un mensaje en WhatsApp de un número desconocido. Era un video, lo abrí, no entendí nada. “Perdón, ¿quién eres?”, pregunté, “no te tengo registrado”. De inmediato se abrió en mi celular otra ventana, esta vez del Messenger de Facebook. “Soy yo”, “Ah, hola”. Me sorprendió, acababa de tomar una siesta, así que no supe si tal vez todo era efecto del adormilamiento. Octavio era un compañero de la carrera, estudiamos juntos actuación, nunca fuimos ni muy amigos ni enemigos, tuvimos las interacciones emocionales necesarias que suceden cuando estudias algo así. Hacía años que no sabía nada de él, sabía lo que se sabe de los demás, nunca me había invitado a actuar ni a un estreno cuando tuvo sus cinco minutos de fama, nada. “¿Viste el video?”, “Sí, un poco…”. Entonces mandó una imagen, esta vez era un cartel: Domingo, 12h. Se me hizo raro pues no había teatro desde hacía ciento sesenta días, volví a ver los detalles, buscaba el signo de Zoom, YouTube, nada, venía una dirección de Iztapalapa. Me escribe para que le de like, pensé. Ya estaba esperando el link de la página para darle like, acabar con esto y seguir con mi día, cuando me escribe, de nuevo por WhatsApp: “¿Le entras?, es pasado mañana”, “¿cómo?”, “sí que, si quieres ser parte del movimiento”, “movimiento… ¿qué tendría que hacer?”, “plantar un árbol”, “¿cómo?” Sé que acababa de preguntar cómo, pero no se me ocurría otra pregunta que abarcara los qué, por qué, para qué, que se me venían a la mente. “Sí, la acción consiste en reunir a veinte mujeres artistas vestidas de gala para que planten un árbol en el camellón de…” Dejé de leer, me confundía la gramática alrevesada que este hombre utilizaba para hacerme una invitación o pedirme un favor, ya no sabía qué era esto. Vi de nuevo la imagen del cartel, con letras gigantes decía: Green Placenta, y se me hizo raro, porque en la siesta que acababa de tomar yo había soñado que nadaba en un líquido muy denso, color verde oscuro, no era asqueroso, al contrario, recuerdo que en el sueño pensaba: “huele a eucalipto”. Cuando desperté había anotado el sueño y en mis notas escribí que quizá se relacionaba con la burbuja que me había construido en esos ciento sesenta y dos días, y en la cual estaba muy cómoda, fluía bastante bien.
El trece de marzo todo se había parado para mí, tenía una temporada andando, dos procesos a punto de empezar, un comercial, cada cosa se fue cancelando una a una, como fichas de dominó cayendo. No me deprimí, en el shock sólo opté por no salir, dejar de postergar los retiros que siempre había querido hacer, el huerto urbano que nunca planté y que mis tiempos no me permitían. Me armé de una despensa grande, pero básica, y diseñé un calendario de acciones que se fue modificando porque lo planeé desde la ignorancia, pero que cumplió sus objetivos. Medité mucho, comencé a hacer tai chi, qi gong, cambié mi alimentación, gasté muy poco y me enfoqué en que creciera el huerto en mi terraza. Coseché jitomates, cebollas, calabazas, pepinos, zanahorias, espinacas, rábanos, y muchas, muchas hierbas de olor. En esos días me desconecté de Facebook e Instagram, no los cerré, pero no los revisaba, estaba muy ocupada, y extrañamente, me sentía muy bien.
Mientras Octavio seguía escribiendo un mensaje, que seguro había copipeisteado a muchas, yo pensé que mi sueño era justo esto, una placenta a la que se me estaba invitando. Me sentí afortunada por la sincronicidad, por saber leerla. Dejé el celular, fui a prender una vela de cera de abeja, las había hecho la semana pasada pero no las había estrenado, le puse unas gotas de aceite esencial de eucalipto y tomé el celular de nuevo, “Va”, respondí. Todo mi pensamiento, mis futuras acciones, mi sueño premonitorio se condensaban en un “Va”. Mi “Va” interrumpió el escribiendo de Octavio, que ya me había enviado mil y un argumentos para convencerme, entre ellos: “las vamos a cuidar, lo más importante para nosotros es su seguridad...”. Él no entendía que yo no tenía miedo, sino un pecho abierto lleno de eucalipto para dejar entrar las señales del universo.
Me añadió a otro chat, uno grupal; qué extraño fue entrar a eso. Después de las cancelaciones, todos mis chats grupales, excepto el de la familia, se silenciaron y ahora de nuevo entraba a esa comunicación inconexa, pajosa, de la que uno tenía que pepenar lo que valía la pena de lo que no, cual sistema digestivo. Ahí apareció la imagen de referencia para nosotras, una mujer en medio de un escenario enorme, vacío, negro; ella vestida de rojo, elegante, y a cuestas, un árbol. “¿Tiene que ser rojo?”, pregunté, “no chicas, esta imagen es como nuestra imagen ideal, ya saben, el I wish, pero vengan con un vestido de gala, el que tengan”, contestó una chica, “Va”, respondí. De nuevo “Va”, ¿por qué mis dedos se empeñaban en escribir eso? Yo ni hablaba así, anoté el “Va” en un cuaderno. En estos meses me había hecho consciente de muchas palabras que uso y que no siento mías, pero las digo o las escribo porque creo que son adecuadas, porque una parte de mí las elije como universo empatizante con los demás, había muchas frases y palabras cambiaban de acuerdo con el interlocutor. Escribí rápido: “Va” en la columna de Interacciones grupales casuales, debajo del simón, juega, morni, todes. Cerré la libreta y pensé en que había mucho por hacer en poco tiempo.
Primero hice una búsqueda inversa de la imagen ideal, la metí en Google imágenes y me apareció rápido: Pina Bausch, dos mil nueve, su última pieza: …como el musguito en la piedra, ay sí, sí, sí…; no era la primera vez que Octavio era acusado de plagio, desde la escuela, en los tiempos pre-internet, pero quién era yo para juzgar, inspiración-plagio, poteito-potato, mejor concentrarme en lo mío. Le escribí a Octavio: “No tengo un vestido de gala-gala”, “Improvisa, querida, eso es lo que sabemos hacer”, respondió. Claro. Cerré mis ojos y traje a mi mente a la mujer de rojo cargando un árbol en sus espaldas, quité el árbol, enderecé a la mujer y poco a poco la imagen empezó a transformarse, el escenario negro comenzó a mutar, de la oscuridad salieron globos blancos y dorados, fuegos artificiales, fotos familiares y la mujer de rojo tomó forma de mi prima Estefany.
Le marqué, hacía mucho no hablaba con ella. Me vi siendo Octavio, contactando a los fantasmas para pedir un favor. Escuché con atención las quejas de mi prima hacia su marido, escuché su paranoia por el COVID y sus dudas sobre la maternidad. Mientras me contaba todo esto ella bebía, “un poco de vino blanco para celebrar tu llamada”, me dijo, aunque me dio la impresión de que mi prima tenía diario un motivo para brindar, pero no me quejo, eso me ayudó, porque ya iba en la tercera copa cuando me tocó hablar. Le expliqué que quería pedirle prestado su vestido de novia. Al principio se resistió un poco, le envié links del evento en Facebook, le conté de Pina Bausch, jaja. Para cuando colgamos ella estaba eufórica diciendo que se sentía muy bien en poder ayudar a cambiar al mundo. No quise contradecirla, decirle que esto no iba a cambiar el mundo. Seguí sus instrucciones: “Ven y te lo dejo con el vigilante del edificio, no, mejor no vengas, sentiría muy feo no recibirte en casa, pero tú comprenderás que no puedo arriesgarme”, “Pero si yo no he salido Fanny, no creo que haya alguien más puro que yo en este momento”, “No, perdón, pero no puedo, ya sé, te lo mando por Uber”, “¿Segura?”, “Sí, eso haremos”.
Mientras el vestido venía en camino yo salí a la tlapalería. Todo era muy distinto en mi colonia, los locales tenían plástico en sus mostradores, había letreros del gobierno por todos lados con instrucciones, recomendaciones, consejos, amenazas, había cartulinas escritas a mano diciendo “sin cubrebocas no entras”, yo no traía uno, así que me cubrí la mano con el antebrazo para caminar intentando ser funcional, a pesar de la conmoción que me producía ese nuevo mundo lleno de hostilidad. “Me da un sobre de…”, volteé a ver el catálogo pegado en la pared, “…Mariposa rojo escarlata 604, no, mejor dos, mejor tres”. Regresé a casa rápido, los días de aislamiento no sólo habían cambiado a mis vecinos, también a mí. Necesitaba regresar. El olor a eucalipto con cera de abeja había impregnado todo y me recibía como un abrazo; casi escuché que al meterse a mis fosas nasales me susurraba: “Todo está bien”. Saqué el cazo más grande que tenía y preparé la mezcla de pintura roja. El vapor del agua y el cucharón de madera en la mano me hicieron sentir una bruja por un momento, eso hizo que me riera y la imagen brujeril aumentó. ¿Sí le dije a Fanny que pintaría su vestido de rojo? Media hora después, tenía en mi sala una bolsa enorme sellada al vacío. La rompí y la entrada del aire me recordó de nuevo a una burbuja, placenta. Sé que no había líquido amniótico saliendo sino aire entrando, pero para mí todo eso fue una buena señal.
Estaba a punto de meter la prenda al cazo de la transformación cuando pensé que primero debía probármelo, si no me quedaba el plan se venía abajo. Consideré medírmelo por encimita pero no funcionaba, haz las cosas bien, así que lo hice bien y era recompensada, el vestido me quedaba perfecto. Gracias Fanny, gracias Fanny, recité mientras me lo quitaba y lo metía a la olla. Lo teñí con mucho cuidado y amor, hice una meditación pensando en las trasformaciones de la materia y el espíritu, en que el cambio es lo único constante. Para cuando era momento de sacar el vestido y ponerlo a secar, yo estaba flotando, llena de pensamientos positivos y esperanza.
Mi tendedero plegable urbano no servía para esta nueva empresa así que improvisé uno. Colgué el vestido, escurría chorros rojos, como res en el matadero, tuve que poner periódico por todos lados para que no se manchara el piso. Agarré mi celular mientras pensaba en que mi imagen de la res era exagerada, yo nunca había ido a un matadero. Tenía muchos mensajes de Fanny, quien después del vino blanco se mudó al rojo, como su ajuar. Pasaba de pedirme disculpas por no recibirme en su casa, a decirme que me quería, que fui como su hermana en la infancia.
El sábado, mientras se secaba, el vestido fue adquiriendo su color definitivo. Era tan parecido al de la pieza de Pina. Nunca pensé que se pudiera pintar un vestido de novia. Decidí ayunar como ofrenda a la acción que iba a hacer al día siguiente, comería hasta que regresara de haber plantado el árbol. El sábado me preparé física y mentalmente, lo que no se me ocurrió fue ver videos sobre plantar un árbol, pensé que mi experiencia con el huerto urbano ayudaría y además supuse que Octavio nos instruiría en el tiempo previo, nos había citado una hora antes. Cuando tomé mi celular en la noche, se habían acumulado seiscientos ochenta y nueve mensajes del chat grupal. Los filtré haciendo un escaneo rápido. Cierto, había que pensar en cómo llegar a la escena del crimen. Lo mejor sería llegar vestida y arreglada, aún no sabían si se podría improvisar un camerino en pleno camellón de Iztapalapa. Me iría en bici, muchas hablaban en el chat del riesgo de subirse al transporte público, y aunque yo no sentía ese miedo, me parecía que la bici iba más ad-hoc con la naturaleza del proyecto. Busqué unos aretes que me había regalado mi mamá, eran largos, de rubí con diamante, nunca los había usado porque no eran mi estilo, porque eran muy caros, porque eran una herencia familiar de la abuela, y porque nunca había habido una ocasión, pero ahora serían perfectos. Y con su uso traería conmigo a mi abuela y a mi madre a este evento tan importante para mí, y claro, a Fanny. Con más razón no podía irme en micro.
El domingo en la mañana me trepé en la bici, las primeras dos cuadras fueron difíciles por el vestido, no estaba acostumbrada a algo así, después de unos kilómetros fue llegando la seguridad y hasta el gozo. Recibí algunos claxonazos de aprobación. Llegué al evento casi tan roja como mi vestido. Estacioné la bici al lado de donde era el punto de reunión y la encadené a un poste. Me acerqué a Octavio, quien ya estaba ahí con su staff, nos saludamos con un abrazo interrumpido por la sana distancia. Me hicieron comentarios, que sonaban un poco a alabanza y un poco a burla, por mi vestido y mi arreglo: “Sí que te lo tomaste en serio”, “pareces un tomate vestido de rojo”, “qué guapa”, “les trajiste rosas a los cerdos”. Escuché los comentarios, pero no reaccioné a ninguno, estaba llena de oxitocina por la pedaleada, y sólo los dejé pasar. “Aún hay tiempo, puedes ir al camerino, que es un baño en la planta de luz que se ve por allá o esperar por acá, como tú quieras”.
No necesitaba ir al camerino, ya estaba lista, así que pensé que lo mejor era familiarizarme con el espacio. Me quité los tenis que llevaba, los dejé al lado de mi bici y comencé a caminar por el pasto. Qué bien se sentía, esto sí que me hacía falta, no era sólo por la pandemia, hacía meses que mis pies no estaban en contacto con la tierra de esa forma.
En el camellón había mucha actividad. Un grupo de gente haciendo crossfit, el entrenador era un chico de unos veinticinco años de muy buen cuerpo que se tomaba su labor muy en serio, sus alumnos sufrían por el esfuerzo físico. También había una pareja de adolescentes acostados en el pasto, ella tenía una rosa en la mano, se veían muy enamorados. Algunas familias sentadas en picnic, disfrutando la convivencia. Ahí no se percibía mucho la contingencia, ni ellos ni yo traíamos cubrebocas, cada quien en su burbuja… Pasado el tiempo vi salir del camerino improvisado a mis colegas de ocasión, sólo supe que eran ellas por su actitud, no por su vestuario. Nadie traía algo parecido a un vestido de gala; portaban vestidos largos y cortos, viejos la mayoría, deshilachados, sé que todas vieron la imagen porque estábamos en el mismo chat. Las saludé, aunque no conocía a la mayoría. Me sentí decepcionada por un breve momento. De nuevo pensé, quién soy yo para juzgar, además esto es un favor, aunque Octavio tenga México en escena ni siquiera nos va a pagar, concéntrate en lo tuyo.
No llevaba reloj ni celular, porque no iba a haber dónde dejarlo, pero estábamos a punto de empezar, yo seguía esperando una orientación para cargar el árbol, un entrenamiento sobre cómo había que plantarlo, unas palabras de coucheo de Octavio, algo. No hubo nada. Cuando me di cuenta, ya estábamos formadas de forma arbitraria en línea, cuatro mujeres, que representábamos los puntos cardinales, nos desprenderíamos para ir por un árbol, cargarlo en la espalda, “como en la imagen” y recorreríamos un tramo de unos catorce metros. Después cada una plantaría su árbol. Ya había hoyos cavados por personal de la delegación. Los árboles estaban al lado del hoyo, envueltos en bolsas negras, junto a un montoncito de tierra. El inicio fue desangelado, ese adjetivo hubiera usado mi mamá. Había mucho personal en overoles verdes y muchas, pero muchas, cámaras y hasta drones, con eso de que hoy el arte está en el registro del evento más que en el evento en sí. La gente que estaba conviviendo en el camellón se tuvo que mover, desplazada por nuestra acción. Vi las caras de insatisfacción de las personas que estaban en medio de su reto de abdominales. Octavio vino corriendo hacia la línea y nos dijo: “Las que no traigan cubrebocas pónganse uno, ¡ya!, son órdenes de la delegación”. Yo le dije que no traía, que había venido en bici y que no estaría en contacto con nadie, que no iba a hablar, pero insistió: “Son las reglas, improvisa”. A lo lejos alguien del equipo de Octavio se montó una grabadora en los hombros y le puso play. Comenzó a escucharse un track, apenas audible en ese espacio abierto. “Improvisa”, eso resonaba más en mis oídos que la música. Fui corriendo al lado de mi bici, puse una mano en el asiento para recargarme, me quité la tanga e improvisé con ella un cubrebocas. No encontré otra solución.
Después todo pasó rápido y nublado, como cuando algo ocurre aun a pesar tuyo y quisieras detenerlo pero te sientes impotente. Yo tenía un árbol en mi espalda, y todo era torpe, las ramas se me venían a los ojos, no estaba sabiendo controlar el peso, volteé a ver a las demás y estaban peor, la chica que representaba al Oeste se había caído, la estaban ayudando a levantarse, yo al menos estaba de pie, pero sin mucha dignidad, y no para mí, sino para el árbol. No parecíamos ni siquiera el niño al que le tocó hacerla del Pípila en el festival de la escuela. Otra chica y yo logramos terminar el recorrido con el árbol y alcanzamos nuestro hoyo. Durante el recorrido yo canté Om mani padme hum, al llegar deposité el árbol con suavidad, sentí unos rasguños de las ramas en la espalda, pero no me importó. La chica que representaba al Norte estaba furiosa, se le notaba en el rostro, pero siguió y azotó el árbol en su lugar. El sonido de los drones sobrevolando el camellón era más fuerte que la música que salía de la grabadora. No había gente, no había “espectadores”, incluso los del crossfit se habían ido, invadidos y enojados. Me agaché, tuve mis manos frente a la bolsa de plástico del árbol y entendí que no tenía tijeras ni cutter, me quité el “cubrebocas” y usé mis dientes para rasgar la bolsa. Le hablé al árbol, puse mis manos sobre sus raíces y lo hice rodar, con mucho amor, para que encajara en el hueco. Ya estaba lista para comenzar a plantar cuando mis ojos se toparon con un par de botas negras, calzaban a uno de los overoles verdes, comencé a traer la tierra con mis manos hacia el hueco, mientras continuaba cantando mi mantra. El chico de las botas se agachó y muy lindo me dijo: “Tu árbol está chueco, ¿me dejas ayudarte?”, sin dejar de cantar le dije que sí con la mirada y una sonrisa enorme. Tomó con firmeza y sabiduría el tronco del árbol y lo zarandeó hasta que encontró su lugar. Después los dos arrodillados comenzamos a rellenar el hueco con tierra. Él me habló de las raíces del árbol y yo detuve el mantra para escucharlo. La orientación que había querido estaba sucediendo ahora, in situ. Un señor de chaleco acolchonado pasó a nuestro lado y me dijo: “Tuvo suerte, señorita, le tocó el mejor”, “¿Árbol?”, “No, el mejor hombre”.
Las manos del mejor hombre y las mías quedaron empalmadas por un momento, apenados las separamos rápido y nos pusimos de pie. Oí risas a lo lejos, provenían de los demás hombres de overol verde, volteé a ver y mis colegas se colgaban de los árboles, hacían acrobacias, bailaban, no por ni para los árboles, sino para lucirse. Me recorrió un escalofrío por la semejanza a cierto tipo de teatro fatuo. Volví a mi árbol. El hombre que me ayudaba estaba desesperado, “Ya no hay agua”, me dijo, “tus compañeras se la acabaron jugando, y necesitamos un poco para que afiance la tierra”. Inhalé eucalipto y le dije: “Mírame fijamente a los ojos y piensa en una cascada”. Quedaron sus ojos, las hojas de nuestro árbol en medio y mis ojos, y yo comencé a darle agua a sus raíces, desde mi vejiga. Nuestras manos llenas de tierra se entrelazaron y vi en sus ojos la burbuja de mis sueños, eran del mismo color verde pantano. Nuestros cuerpos estaban inmóviles, pero vi cómo su mirada se transformó de preocupación, a dolor ancestral instalado en su entrecejo, a la paz de un cementerio abandonado. Yo sentí líquido en mis pies y vi agua en sus ojos. Él comenzó a reírse, con una risa de niño, sin tapujos. “¿Cómo te llamas?”, pregunté, “Joaquín”, “¡Joaquín!, ¿sabes que soñar es bailar con los pies?”. No quise verme plagiadora, así que me acerqué a su oído derecho y le dije: “Nota al pie uno, letra de Joaquín Sabina y Ariel Roth”. Él no me escuchó porque mientras yo le decía esto pasaba un camión cantando: “Se compran colchones, estufas, refrigeradores”, pero no importó mucho, para entonces Joaquín se estaba quitando el cubrebocas verde y nuestras bocas se imantaban irreparablemente. Mientras nos besamos yo olvidé todo, dónde estaba, qué hora era, por qué traía un vestido de novia rojo; no sabía dónde terminaba yo, dónde empezaba Joaquín, ni qué de nosotros no era árbol, flotábamos en una esfera de unidad. Un dron se posó encima nuestro y abrimos los ojos, Joaquín estaba fascinado. “Nunca había visto uno en vivo”, me dijo, “Todo esto es nuevo para mí, creo que estoy soñando”. Nos volvimos a besar, por momentos hablábamos: “¿Tienes miedo?”, me preguntó, “¿por qué?”, “coronavirus”, “no, y no temas, yo no he salido de casa hasta ahora, estoy limpia”. Él insistió: “Yo soy de Iztapalapa, la zona roja, no he dejado de trabajar y en mi colonia se han muerto unos cuantos, pero no tantos como por la violencia”. Los besos no se amedrentaron. “Plántame”, dije, “¿qué?”, “siémbrame”, “¿cómo?”. Ahora era él quien preguntaba cómo. El jefe de Joaquín tenía razón, me había tocado el mejor hombre, el éxtasis me habitaba, yo sólo sentía agradecimiento, amor, elevación. El zumbido del dron era insistente, como un insecto amenazante, este fue el primer sonido de ruptura que escuché, después patrullas, chiflidos, discusiones. Mi mano, aún con tierra, estaba entrelazada a la de Joaquín, los dos respirábamos agitados pero plenos, al mismo ritmo, yo sentía que incluso el árbol respiraba con nosotros. No vi nada, sólo sentí que me separaban de la mano de Joaquín y me esposaban. “Faltas a la moral”, decían una y otra vez. Yo no opuse resistencia porque no entendía nada, antes de que la puerta de la patrulla se cerrara vi la cara de Octavio gritándome: “Escoria”, y yo diciéndole: “Los árboles no tienen placentaaaa, sólo los mamíferos”. A Joaquín lo subían a otra patrulla mientras decían algo de abuso sexual.
En la patrulla yo musitaba: “Sugiero que el más triste de los presos tenga derecho a sábanas de seda. ¿Faltas a la moral?, faltas a la moral es hacer intervenciones al espacio público que no pide intervención, faltas a la moral es el arte carente de sentido, faltas a la moral es usar a los actores y a los árboles como objetos y no como seres vivos, creadores, faltas a la moral es inculcar el miedo y no el amor, faltas a la moral son los partidos ecologistas que sólo quieren hacerse ricos. Hay que correr más que la policía, para bailar el vals de los recuerdos. Llorando de alegría. Joaquín no abusó de nadie, acosadores y morbosos son los dueños de los drones, abuso es tener presupuesto y no pagar a tus colaboradores. Joaquín es el mejor hombre, su jefe lo dijo. Que no pase de largo por tu puerta el hombre de tus sueños. Faltas a la moral es que los artistas no tengan seguridad social, inmoral es la manipulación de las redes sociales...”. Hubiera seguido pero el camino al Ministerio Público no era tan largo. Antes de bajarme de la patrulla los policías dijeron: “Señorita, ahorita todavía podemos arreglarnos, se ve que esos aretitos podrían detener su entrada triunfal ante el juez. Ahorita con la contingencia el MP no está en muy buenas condiciones. Ayúdenos a ayudarla”. Yo gruñí.
Fanny vio todo lo que pasaba en el camellón por medio del streaming en Facebook del evento en el que ella “ayudaba a cambiar el mundo”, así que vino por mí al MP. Traía un cubrebocas de silicón extra grueso con el que parecía fumigadora. A pesar de todos sus miedos por el virus rompió su cuarentena para venir a sacarme. Fanny me llevó a comer, me llevó por mi bici, mis tenis aún estaban donde los dejé, fui muy suertuda. Vimos que todos los árboles, excepto el nuestro, estaban tirados, como cadáveres en fosa común. Me enseñó los videos que se habían subido en Facebook, pude ver cómo el “movimiento” parecía más un aquelarre fallido, que arte o ecología.
Fanny también los contactó a ustedes, para tomar la defensa del caso de Joaquín. Una vez que logremos sacarlo comenzaremos un movimiento honesto, con todo el conocimiento y la sensibilidad que él tiene sobre los árboles, con muchas ideas que Fanny y yo tenemos… Haremos algo donde no habrá explotación de la naturaleza ni comercialización de nuestras acciones sino consciencia… pero eso vendrá después, un poquito después. Por ahora, las dudas de mi prima sobre la maternidad son infundadas como infundados son los cargos contra Joaquín. Fanny ha sido una diosa y será una gran madre cuando se decida. Quizá sí estemos cambiando al mundo.
*Texto publicado como "Amiótico", en “Anticovideños”, Textos de La Capilla, 2020.
Se montó bajo la dirección de Boris Schoemann en 2020, y bajo la dirección de Gibrán Valencia en 2021.