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SWIZE BANZI ESTÁ MUERTO

Iliana Muñoz


En la pasada XVIII edición del Festival de México en el Centro Histórico, la disciplina de teatro no pudo sentirse como el patito feo del cuento, pues fue honrada con la segunda participación del director Peter Brook en este festival (anteriormente se presentó en el 2002 con Le Costume). Ahora, pudimos disfrutar de su puesta en escena Sizwe Banzi está muerto (Sizwe Banzi est mort), montaje que cuenta con una gran historia tras de sí, es un texto escrito hace treinta años por un autor blanco, Athol Fugard, y dos autores negros, John Kani y Winston Ntshona; representado clandestinamente, en los días más duros del apartheid.


Los antecedentes tras del director hacían que la espera fuera larga y ansiada. Ver su trabajo se asemeja a ser parte de la historia. Es como tener la oportunidad de estar presente en un espectáculo de Chaplin, en una proyección de los Lumiére o en una batalla de Francisco Villa. Estas comparaciones suceden una vez que Peter Brook es un mito y a la vez una leyenda viva.


Su edad produce dos efectos, uno visible en el colectivo que lo ve, consciente de todo su devenir y otro es el que sucede sobre la escena. El teatro Jiménez Rueda poseía una espera ansiosa y esperanzadora, llena de la ilusión más infantil, el comentario más intelectual, los saludos entre personas del medio y la emoción de los estudiantes que apenas se inician en este, el arte teatral y que vivían su presencia ahí como una especie de ritual.


De alguien que ha escrito libros paradigmáticos, de alguien que revolucionó la historia del teatro en el siglo XX, de un hombre que ha reconcebido a Shakespeare de una forma moderna y profunda, de un creador inglés que instaló su sede en París y trabaja con actores sudafricanos, uno esperaría que el escenario se llene de algo extraordinario, lo que sea pero extraordinario. La obra comienza y aunque el espacio vacío no sorprende, pues es una de las premisas del director, quien incluso tiene un libro con este título, sí sorprende la sencillez con la que la obra sigue y sigue a lo largo de diez, veinte, media hora, la obra entera.


Es un fenómeno interesante ver que el proceso creativo, cuando converge con cierta edad de plenitud en la vida, produce resultados donde el artista, después de haber recorrido un arduo camino de búsqueda, regresa a la simpleza de donde partió, quizá, pero con toda una larga experiencia tras de sí que hace que cada paso simple sea una decisión consciente. Quizá esta sencillez sea la mejor opción como síntesis de tantas antítesis a las que por sí mismo se enfrentó. El caso se repite a lo largo de la historia, el mismo Shakespeare, en sus últimos años escribió sus trabajos más sencillos y de una profundidad implícita pero no exacerbada.


Algo parecido sucede en Swize Banzi está muerto, donde dos actores, Habib Dembélé y Pitcho Womba Konga, nos contaron una historia a lo largo de hora y media. Su narración no tuvo efectos especiales por parte de la escenografía ni la luz, esta última era de gran complejidad pero imperceptible, tan sutil como el mejor maquillaje de día, aquel que no se nota. El escenario, cubierto con cajas de cartón y artefactos sencillos fue el espacio que con la experiencia de los actores nos conducían lo mismo a un bar que a un estudio fotográfico. Su interpretación, todo el tiempo fue limpia, carismática y con muestras de técnica y talento, sin embargo tampoco estaba cargada de virtuosismo ni pretensión.


Podría decir que Peter Brook está en la búsqueda de la humanidad, aquella que no es perfecta, aquella que comete errores y que lo mejor que puede hacer es comunicarse con un mensaje claro y sencillo. No pretende la perfección del joven creador, ni el hilo negro ansiado por los iniciados, tampoco procura mostrarnos toda su experiencia como lo hace un creador medianamente consagrado, él sabe que no necesita esto, que está “más allá del bien y del mal” y lo que elige es regalarnos un relato sobre la perdida de la identidad en un mundo donde importan más las fronteras y la raza que el ser humano per se y para ello se vale de sus dos actores que, conscientes de su trabajo se entregan a él sabiendo que sus herramientas son su voz y su cuerpo y no necesitan ser honestos de más, ser convincentes de más.


El teatro se dividió claramente en dos sectores, aquellos que iban convencidos de que pasara lo que pasara lo iban a disfrutar y reían a carcajadas desde el primer momento en que el actor pisaba el escenario y acabaron aclamando el espectáculo y aquellos que con más exigencia esperaron el momento de ser capturados por la magia y miraron atentos pero no cautivados de antemano sino reaccionando a lo que la escena les provocaba .No sé si tanta mesura logró cubrir las expectativas que se tenían, sé que fue una experiencia necesaria, más para ver, reflexionar y formar parte del momento que para sentir, pues la escena se sentía lejos a pesar de todo, no se produjo una experiencia vibrante. Quizá el error está en esperar de un hombre-mito una obra mito, queremos superhéroes hasta en el teatro y él vino y nos regaló toda su humanidad.

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