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La última sesión de Freud

Iliana Muñoz


La última sesión de Freud es una pieza teatral que reúne binomios. Por un lado, pone en escena un encuentro hipotético entre los personajes Sigmund Freud y C.S. Lewis, quienes funcionan como antítesis de el agnosticismo y la fe respectivamente. Por otro, en el montaje más reciente en México, integra a creadores teatrales que en otro momento se les hubiera visto como opuestos. Jorge Ortíz de Pinedo, que se reconoce como gran amante del teatro, y es conocido nacionalmente por su carrera de tele y teatro comercial, produce esta obra en la que actúa Luis de Tavira, quizá el director de teatro más poderoso y controversial del quehacer teatral mexicano, creador emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte FONCA[1].


La obra, del dramaturgo estadounidense Mark St. Germain, fue estrenada en Massachusets en 2009, seguida por un éxito comercial en el off-broadway de N.Y., a partir de lo cual fue montada en Argentina, España y México. Ortiz de Pinedo Producciones reunió un equipo de grandes figuras del teatro, lo cual auguraba que la obra, con un texto ya exitoso, tendría un digno montaje. Si bien algunos miembros de la comunidad teatral querrían acudir por el morbo de ver a Luis de Tavira actuar, mucha gente interesada por asistir, desconoce de los ‘títulos’ que poseen los creadores, y son atraídos por la trama, el tema y los personajes. Aun así, es de suponer que la fama de los realizadores hable de sus capacidades. José Caballero (Miembro del Sistema Nacional de Creadores del Arte FONCA 2015-2018), fue elegido como director de escena para este proyecto.


La pieza se presentó en el Teatro López Tarso, en el barrio de San Ángel. La vejez del espacio, con lo antiguo de su formato (dulcería, servicio, acomodadores), quizá no le vienen del todo mal a la obra. Aunque desfasan con el costo del boleto. La espera antes de la tercera llamada rememora más a los ochentas que al final de los 30’s, época en la que está ambientada la puesta. La escenografía está a cargo de Alejandro Luna, el escenógrafo más galardonado de México, también creador emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte FONCA. Es evidente, al ver la propuesta escenográfica, que la representación es lo que reina, es decir, el ‘hacer como qué’. Se percibe el material de Tablaroca, los libros que sólo adornan; texturas incorrectas para la época, la geografía y el personaje, pues los hechos suceden en el estudio de S. Freud en Londres. Parece más un set de televisión que una puesta realista.


Esto es acompañado por elementos visibles sobre el dispositivo escénico, como cables, bocinas, que estorban a la ficción y reducen la calidad de los detalles. Y a su vez esta cualidad, es enfatizada por el trabajo a cargo de Eliseo Santillán, como diseñador de audio. Al inicio de la obra, escuchamos a un perro ladrar, una grabación más que obvia. Si bien los sonidos ambientales son un recurso teatral de gran funcionalidad, es uno de los elementos que pueden ser peligrosos si no se trabajan con precisión, como es el caso. Es así que el perro, el timbre de la puerta, del teléfono, de ambulancias, etcétera, nos remarcan todo el tiempo que uno está en el teatro, que es ‘de mentiritas’. Lo desafortunado es que esto no es parte de un estilo que la obra proponga, pues no se pretende un distanciamiento de la ficción, como el alemán Brecht proponía, simplemente es un defecto de calidad.


La obra contextualiza a Freud exiliado en Inglaterra, enfermo de cáncer, a punto de morir, mas no agonizante en una cama. En su estudio, recibe la visita de C.S. Lewis, novelista, académico y locutor de radio. Vemos a Luis de Tavira entrar a escena personificando a Freud, cerrando una puerta endeble, hablándole falsamente a un perro inexistente. Conforme la obra se desarrolla, su labor actoral se enriquece. Quizá logre calentarse con su colega, con la respuesta del público o con la ficción misma. Ya con Álvaro Guerrero en el escenario como C.S. Lewis, de Tavira regala muchos momentos de compenetración con el personaje. Su construcción corporal y vocal es remarcable.


Álvaro Guerrero se mantiene como un actor sólido y estable todo el tiempo. Dialoga en palabras y energía con su contraparte. Sin embargo pareciera que a la dupla le hace falta una dirección más atinada, que le dé fluidez a la riqueza del encuentro imaginario. El timing de la escucha y las reacciones es erróneo, por momentos pareciera que los personajes no alcanzaran a digerir las palabras, que sólo se apresuraran a responder, lo que denota, no la inteligencia de los personajes sino un desajuste en la mancuerna actuación-dirección.


Da la impresión que la dirección se enfocó de sobremanera en el marcaje y el trazo escénico, pues hay momentos de sincronía muy obvios entre texto y movimiento, pero se percibe la intención del efectismo, el subrayado del chiste, por lo que se echan de menos la sutileza y elegancia propias de ese tipo de duelos intelectuales. Los personajes se encuentran en medio de un contexto de guerra, hay una tensión externa que rebota en la escena. Entre los dos pensadores se da un gozo, un disfrute por el conocimiento, la sabiduría, la discusión. La obra logra captar la atención del espectador, por medio del diálogo que se debate entre la existencia de un dios y la soledad del hombre. Es un texto rico en matices, que contrapone la fe con la razón, el intelecto con lo que es rebasado por la racionalidad (como la experiencia musical, que pone de ejemplo el dramaturgo, en voz de los personajes).


Aun con todo lo que la obra contiene hacia su centro, no logra traspasar a este espectador más allá de su duración temporal. Es un ejercicio escénico cumplidor pero carente dado las partes involucradas. A excepción de los actores en escena, a quienes se les percibe presentes, el resultado general es como si la labor teatral hubiera sido llevada a cabo como un trabajo moroso más que como el ejercicio de un placer.

[1] Es un sistema de subvenciones artísticas por parte del estado

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